El ser humano, nos recordaba Eliot en sus cuartetos, no tolera demasiada realidad, así como tampoco tolera aquello que intuye oculto entre los conceptos, las palabras o las notas musicales. Esas rendijas nos permiten vislumbrar desde muy lejos lo que, de algún modo, intuimos desesperadamente y cubrimos con el raído manto de la cultura. Porque el malestar en la cultura no es, como creía Freud, la necesaria sublimación de instintos que de otra forma nos destruirían, sino que la Cultura, y todo lo que con ella creamos, es un dar forma apaciguadora a lo que, sabemos, no tiene forma