François Jullien

La verdadera vida comienza a emerger en la vida cuando empiezan a fracturarse los marcos constituidos, codificados, delimitados y asimilados de la experiencia que la repliegan a una normalidad que es siempre facticia, que encierra en la seudovida.

la vida —al igual que Dios, según la via negativa de la teología— no se califica. La vida no es «negra» ni tampoco es «rosa» ni tampoco «gris». Cuando se pinta, ningún color se ve en ella.

el concepto de «vida buena», al ajustarse a la «naturaleza», está definitivamente caducado y por eso ya no hay más salida que pensar la «verdadera vida» en contra de una «buena vida».

la verdadera vida nunca sufre el forzamiento que todo canon o regla de vida impone.

Resulta fácil darse cuenta de que ya no es el concepto de vida «buena» lo que entra en consideración, en su positividad normativa cuyo imperativo fuerza a la adhesión, sino la denuncia de todo lo que amenaza nuestras vidas con engaño por el semblante que se dejan imponer y que no es efectivo.

¿no será que la dicha debe su éxito, como la «vida buena», a su equívoco? Porque la palabra tiene dos sentidos muy distintos que los griegos, por su parte, distinguieron: el de «fortuna», favor concedido por los dioses o el destino (la eutuchia, εὐτυχία); y el de «dicha», como estado supremo de la vida colmada (la eudaimonia, εὐδαιμονία).

¿Y si eliminásemos esas dos palabras, «dicha» y «desdicha», por falaces? Si nos librásemos de ellas, ¿no empezaríamos a retirar al mismo tiempo lo que recubre con su arbitrariedad —oscurece bajo su sombra totalitaria— nuestra vida más desnuda y elemental?

¿acaso tiene sentido decir un día, o incluso todos los días: «soy dichoso»?

Cuando comprendemos no solo el engaño de la dicha, sino también por qué tenemos necesidad de ese engaño para vivir (en qué medida ese engaño es necesario para la vida como la ilusión trascendental,

lo que dice literalmente el término: «estar fuera», ex-sistere.