Aún hoy me sucede a veces: oigo, por la noche, una voz que, por la calle, me llama por mi nombre. Una voz ronca. Arrastra un poco las sílabas y la reconozco enseguida: la voz de Louki. Me doy la vuelta, pero no hay nadie. Y no sólo me pasa por las noches, sino también en las horas bajas de esas tardes de verano en que ya no sabe uno muy bien en qué año está.