Pilar Bellver

A Virginia le encanta fabular y yo sé que no necesito más que darle un pequeño pie para que ella termine de elaborar por su cuenta una escena repleta de sensaciones, sutilezas y atrevimientos.

. Y sí que es guapísima, lo es: un minuto después de estar simplemente charlando con ella, su belleza se convierte en física, le ilumina la cara y le hace parecerse a la mujer de mi cuadro favorito. Es mi cuadro favorito desde que la conocí a ella, hace ya tres años. «Hemos perdido tres años», le dije al oído mientras le besaba el cuello, «justo tres años con sus mil noches como esta».

Un día te pregunté por qué escribías tú y no dabas con una respuesta que te satisficiera; dijiste saber que habías empezado a escribir a los nueve años un periódico semanal sobre los acontecimientos de tu casa y que lo hacías solo para captar la atención de tu madre… Y luego dijiste que tal vez ahora escribías para entenderte a ti misma y no terminar, de lo contrario, volviéndote completamente loca.

¿Sabes? Tenemos que ir juntas a París solo para oír, en un palco apagado en el que podamos cogernos de la mano, el Dúo de las flores de Lakmé, el dúo más armonioso e intenso que he oído nunca entre dos mujeres que cantan solas la una para la otra.

Virginia, mi amada Virginia:

Te echo de menos más de lo que hubiera creído. Y eso que estaba preparada para echarte muchísimo de menos. Así que esta carta es en realidad un grito de dolor. Es increíble lo esencial que te has vuelto para mí. Supongo que estás acostumbrada a que la gente te diga estas cosas. Maldita seas, criatura malcriada; no conseguiré que me ames más entregándome de esta manera. Pero, ay, mi amor, no puedo ser astuta y distante contigo: te amo demasiado para eso. Demasiado sinceramente. No tienes ni idea de lo distante que puedo llegar a ser con las personas a las que no amo. Lo he convertido en un fino arte. Pero tú has roto mis defensas. Y realmente no lo lamento[65].

Si no te hubieras acostado conmigo en mi cama esa noche, me apeteció pensar que entonces la quemaría entera para que nadie, ni siquiera yo, cayera en la tentación de usarla para tener en ella otros sueños.

Desde la primera vez que pude hablar con Virginia a solas en su estudio, ese cuadro es para mí su fiel retrato. Virginia no es virgen, como parece dar por sentado la etimología de su nombre; de ser, es «anunciación» solamente. Y no es ella la «anunciada», la pasiva, sino la «anunciante», la que anuncia a quien acaba de entrar en su vida, a mí, que no debo interrumpirla, que no me acerque demasiado, que me quede donde estoy, que prefiere sus libros a mis novedades. Y, sin embargo, no podré respetar su deseo porque la quiero a mi lado, muy cerca, muy cerca, lo más cerca posible de mí[80].

Recuerdo que el día que leí la novela, y especialmente ese párrafo que te he transcrito de memoria (así que perdona si le encuentras alguna falta) porque así se me ha quedado grabado después de leerlo infinidad de veces, no pude soportar tu ausencia y pensé en subir a mi coche, llegar a tu casa, entrar a saco en tu estudio y, sin una palabra ya de más, demasiadas palabras, besarte y amarte allí mismo sin importarme ni tus precauciones ni las mías.

Te amo porque te admiro y te deseo porque me impresionas.

Tú temes que mi frivolidad me lleve a amores múltiples y simultáneos y yo temo que tú me relegues a ser tu amiga más vital y peligrosa, pero accesoria y poco consistente.