En otras palabras, no hablamos para convencer a los demás, a los no creyentes, de que Jesucristo es el Señor, sino para que se convierta cada vez más verdaderamente en el Señor de nuestra vida, nuestro todo, hasta el punto de sentirnos, como el Apóstol, «conquistados por Cristo» (Flp 3,12) y poder decir con él, al menos como un deseo: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21).