Madeleine Chapman

Lo leía todo y nunca paraba de preguntar. Cuando empezó la campaña, observó todos los discursos, interacciones y tácticas para ver qué funcionaba y qué no.

El voluntariado de Ardern en un comedor social neoyorquino era oro narrativo. Una joven socialista que invertía el tiempo en Nueva York en alimentar a los vagabundos: era bonito. Marcaba una línea divisoria fácil en los perfiles internacionales de la «nueva esperanza» de la política mundial. Sin embargo, cinismo aparte, no hay duda de que Ardern estuvo de voluntaria, porque nunca ha mentido, que se sepa.

Incluso en política, la profesión donde los contactos son más imprescindibles, a algunos de sus miembros más experimentados les costaba crear redes de una forma que pareciera auténtica.

Sin embargo, como ocurre con casi todos los intentos de incluir diversidad (por increíble que parezca incluir a una mujer como cuota de diversidad) en una institución, ello provocó resistencia y sospechas de que candidatas no cualificadas fueran promocionadas solo por ser mujeres.

Ardern era el antídoto perfecto para esa preocupación. Era joven y funcionaría bien como rostro nuevo de los laboristas, pero también contaba con el respeto de los sindicatos.

Ser votado para entrar en el Parlamento solo por los votos al partido, sin ni siquiera intentar ganarse un escaño como diputada electa, era un descaro. Demasiado para una mujer joven que se presentaba a sus primeras elecciones.