En 1977.
Hay muchos motivos para considerar 1977 un año de inflexión en la modernidad. Si en Europa semejante transición estuvo marcada por la filosofía de autores como Baudrillard, Virilio, Guattari y Deleuze, y por la conciencia política de movimientos colectivos como el de la autonomia en Italia o el movimiento punk en Londres, y en Norteamérica por la explosión cultural de un movimiento de transformaciones urbanas de la «no wave» artística y musical, en Japón, en cambio, se produjo sin mediación alguna, como una especie de inexplicable monstruosidad que se convertiría luego en normalidad cotidiana y en un modo de existencia colectiva.
Ese año el mundo (el mundo real, material, físico) empezó a ser percibido como lo que el autor de ciencia ficción Philip K. Dick denomina «kippel»:
Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente, el kippel se reproduce. Por ejemplo, si se va usted a la cama y deja un poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana siguiente hay dos veces más. Cada vez hay más. […] Nadie puede vencer al kippel –continuó–, salvo, quizá, en forma temporaria y en un punto determinado[1].