las semanas desde V. hasta A. en el autocar, destartalado, abarrotado y con olor a cerrado, que aún las unía, y, estando de pie, igual que casi siempre, en el pasillo, en el que los viajeros íbamos hacinados como sardinas en lata, era raro que, pasado el adoquinado, lleno de baches, del pueblecito de G., un secreto rapto de curiosidad no me hiciera agachar la cabeza para mirar a través de la empañada ventanilla con el fin de atisbar, en un recodo de la carretera, la desembocadura, que ahora conozco tan bien, de una honda vereda, el robledal y el mojón blanco desde el cual comenzaba la visión del paisaje más repulsivo, desolado y de lúgubre uniformidad que creo haber visto en mi vida.