Todo estaba perdido. Fitzgerald era siempre culpable de las cosas que, sin tener él la culpa, se le escapaban, y de las luces que se desplazaban de un lugar a otro del mundo. «No se puede tener nada —decía Anthony Patch en Hermosos y malditos—, nada en absoluto [...]. Es como un rayo de sol que entra en una habitación y se desplaza por ella. De pronto se detiene y baña de oro algún objeto carente de interés, y nosotros, pobres idiotas, tratamos de apresarlo. Sin embargo, cuando lo hemos hecho, el rayo de sol se desplaza hacia otro lado, y tú te has quedado con el objeto insignificante, pero aquel resplandor que te hizo desearlo se ha desvanecido ya...» Nada hay más doloroso que ese rayo que se desplaza y las heridas que nos infligimos persiguiéndolo. Quien escribe poemas y cuentos busca las luces que se desplazan, los destellos, los reflejos, mientras escucha con una atención cada vez mayor algo que suena al fondo, la poderosa o imperceptible música trágica de las cosas perdidas. Si la cultivamos intensamente, la literatura nos otorga ese privilegio: «Las cosas resultan más dulces una vez que las has perdido». A medida que pérdidas, fallos, renuncias y derrotas se suceden, encontramos a nuestro alrededor, como un regalo o un tesoro que sólo a nosotros nos pertenece, una dulzura cada vez más profunda que nos invade el alma.