Djaimilia Pereira de Almeida

Esta es una historia de resultados fugaces: peinados que nunca supe mantener y que, al día siguiente, cuando no el mismo día, eran una desilusión.

He aprendido mucho acerca de tratamientos y cuidados; en conversaciones casuales surge el hábito matutino de estirar el cabello y el recomendable hábito semanal de hidratarlo aplicando máscaras. No obstante, no he vivido nada de eso, sino más bien la realización de cada peinado como un ascenso seguido siempre de una curva: un declive.

Suelo pensar que este olor es todo lo que puedo decir sobre mi identidad. Un primo de visita comenta que soy “una falsa angolana”. Tiene razón. Para mi gran pesar, no puedo declarar ante la policía de frontera que mi patria es el cabello de Lúcia.

Mi abuela blanca (¿de qué forma decirlo sin sonar a telenovela brasileña?) me preguntaba por el cabello: “Entonces, Mila, ¿cuándo te vas a arreglar ese cabello?”. El cabello era entonces claramente un personaje, un alter ego presente en la sala.

El modo en que los otros tratan mi cabello simbolizó siempre la confusión doméstica entre el afecto y el prejuicio, lo que viene a disculpar mi falta de mano para cuidarlo.

Mi decepción con el cabello me acompañó a lo largo de una transmutación, desde un prurito insignificante hasta una urticaria abrasiva: la transmutación de la estética en moralidad, del secador en juez, de la falta de mano en fatalismo, del peinado abortado en culpa, perdición — de la peluquera bruta en psicosis.

Puedo incluso aprender a peinarme, pero no puedo hacerlo en la piel de otra persona.

Eso será lo que llegó a mí, como si nuestros años de noviazgo y juventud solo pudieran resistir al tiempo como mito.

Por extraño que parezca, yo no pensaba en ella como la mujer joven que era, sino como una persona sin edad.

responsabilidad era una circunstancia transitoria;