sión de una idea real, estabas en deuda con ella por haberte elegido a ti y no a algún otro escritor, y pagabas esa deuda poniéndote manos a la obra, no como un obrero que producía oraciones, sino como un artista inquebrantable dispuesto a cometer errores dolorosos, que le hacían perder tiempo e incluso flagelarse. Estar a la altura de aquella responsabilidad era cuestión de enfrentarse a la página (o pantalla) en blanco y poner un bozal a los críticos de dentro de tu cabeza, al menos el tiempo suficiente para poder trabajar un poco, y todo ello era tremendamente difícil y en ningún caso opcional. Es más, si te alejabas de ella era por tu cuenta y riesgo, porque si fracasabas en aquella seria responsabilidad bien podías encontrarte, tras un período de distracción, o incluso tras un trabajo no del todo comprometido, con que tu preciosa chispa… te había abandonado.