Así, la presencia del hombre en el seno del ser no equivale a un lujo de este, sino a su crisis o crítica, a su conmoción y a su volteamiento a modo de responsabilidad para con el otro hombre, del que el yo «es» rehén. La subjetividad humana no es autonomía o auto-afirmación, sino que significa sujeción al otro, quien, de esta peculiar guisa, me singulariza al asignarme la irrenunciable tarea infinita de socorrerle y, al mismo tiempo, me arranca o libera del ser (del mío siempre) que me embruja –ofreciéndome excusas– al darme la orden en que consiste su palabra primera: «No me dejarás morir»12. Como dice el propio Lévinas, el yo se declina, antes que en nominativo, en acusativo –«¡o bajo la acusación!»13