No hablo, no veo, no oigo
La primera vez que tuve esa intuición sentí pánico. Habíamos ido con Roberto, mi padre, a ver un River-Racing decisivo que perdimos dos a uno. Yo tenía trece años. De regreso a Mercedes pensé que, posiblemente, el resultado habría sido otro si esa tarde no hubiésemos ido a la cancha. Supe que, al ir, habíamos modificado sutilmente el destino. Desde ese día ando con mucho más cuidado.
Aquel primer sentimiento de dualidad fue muy básico, pero ahora me sirve para explicar con sencillez el proceso: al ir aquella vez a Núñez interactuamos (Roberto y yo) con otras muchas personas. Posiblemente, al ocupar un parking de la cancha de River, hayamos provocado que otro coche tuviera que buscar sitio.
Ese otro coche quizá se haya topado —por nuestra culpa— con el ómnibus que traía al equipo de Racing, impidiéndole el ingreso al estadio. Esos segundos de retraso pudieron haber provocado algún malestar en Rubén Paz que, una hora más tarde y por culpa de aquello, erró un penal que nos hubiera puesto dos a dos. Y habríamos salido campeones.
Pudo no haber sido así. Pero pudo haber ocurrido de ese modo. La duda (la acechante probabilidad) es la que genera nuestra incertidumbre y la que alimenta la pena con la que tenemos que convivir.
Esa sensación de haber modificado el destino le ocurre con mucha frecuencia a quienes padecen una desgracia muy grande