No perdí el tiempo. Al día siguiente por la tarde le hice sentarse en el sillón azul del salón, a mi izquierda, corrí las cortinas y le puse Los cuatrocientos golpes (1959), de François Truffaut. Me pareció una buena forma de introducirlo en las películas de arte y ensayo europeas. Sabía que iban a aburrirle hasta que aprendiera a verlas. Es como aprender una variación de una gramática regular»