Juan Loveluck

  • Michelle Machas quoted2 years ago
    ¡Ilusos! ¡Debimos brindar por el dolor y la muerte!
  • Michelle Machas quoted2 years ago
    -«¡Asina me gusta, asina me gusta!»
  • Michelle Machas quoted2 years ago
    ¿Y por qué aquella mujer no me desamparaba, siendo una escoria de lupanar, una sobra del bajo placer, una loba ambulante y famélica? ¿Qué misterio redimía su alma cuando me consentía con avergonzada ternura, como cualquiera mujer de bien, como Alicia, como todas las que me amaron?
  • Michelle Machas quotedlast year
    Hasta tuve deseos de confinarme para siempre en esas llanuras fascinadoras, viviendo con Alicia en una casa risueña, que levantaría con mis propias manos a la orilla de un caño de aguas opacas, o en cualquiera de aquellas colinas minúsculas y verdes donde hay un pozo glauco al lado de una palmera. Allí de tarde se congregarían los ganados, y yo, fumando en el umbral, como un patriarca primitivo de pecho suavizado por la melancolía de los paisajes, vería las puestas de sol, en el horizonte remoto donde nace la noche; y libre ya de las vanas aspiraciones, del engaño de los triunfos efímeros, limitaría mis anhelos a cuidar de la zona que abarcaran mis ojos, al goce de las faenas campesinas, a mi consonancia con la soledad.
  • Michelle Machas quotedlast year
    -¿Oyes? regañó el juez. ¡Lo que yo te decía! Tú me hiciste asolear por aquí, por rutas desacostumbradas, por pajonales trágicos, defraudando tus obligaciones de conocedor. ¡Te impongo una multa de cinco pesos!
  • Michelle Machas quotedlast year
    Yo no quería ver al difunto. Sentía repugnancia al imaginar aquel cuerpo reventado, incompleto, lívido, donde tuvo su albergue un alma enemiga y castigó mi mano en infausta fecha. Me perseguía el recuerdo de aquellos ojos colorados y rencorosos que me asaltaron por dondequiera, calculando si en mi cintura iba el revólver encapsulado. Aquellos ojos, ¿dónde cayeron? Colgarían de alguna breña, adheridos al frontal roto, vaciados, repulsivos y goteantes? ¿Qué sería de aquella cabeza obtusa, centro de la malicia, filtro de la venganza, cubil de la maldad y del odio? Yo la sentí crujir al choque del cuerno curvo, que le asomó por la sien opuesta, mientras el sombrero embarboquejado saltaba lejos; la vi cuando el toro, al desprenderla de la cerviz, la aventó hacia arriba, como un balón. ¿Y qué se hizo? ¿Dónde sangraba? ¿Acaso la enterraría la fiera con sus pezuñas, cuando defendiendo el cadáver trilló el barzal?
  • Michelle Machas quotedlast year
    Aunque el asco me fruncía la piel, rendí mi pupila sobre el despojo. Atravesado en la montura y con el vientre al sol, iba el cuerpo decapitado, entreabriendo las yerbas con dedos rígidos, como para agarrarlas por vez postrera. Tintineando en los calcañales desnudos, pendían las espuelas que nadie se acordó de quitar, y del lado opuesto, entre el paréntesis de los brazos, destilaba aguasangre el muñón del cuello, rico de nervios amarillosos, como raicillas recién sacadas. La bóveda del cráneo y la mandíbula que la sigue faltaban allí, y solamente el maxilar inferior reía ladeado, como burlándose de nosotros. Y esa risa sin rostro y sin alma, sin labios que la corrigieran, sin ojos que la humanizaran, me pareció vengativa y torturadora, y aun al través de los días que corren, me repite su mueca desde ultratumba y me estremece de pavor.
  • Michelle Machas quotedlast year
    La calurosa devastación campeaba en los pajonales de ambas orillas, culebreando en los bejuqueros, trepándose a los moriches y reventándolos con un retumbo de pirotecnia. Saltaban los cohetes llameantes a grandes trechos, hurtándole combustible a la línea de retaguardia, que tendía hacia atrás sus melenas de humo, ávida de abarcar los límites de la tierra y batir sus confalones flamígeros en las nubes. La devoradora falange iba dejando fogatas en los llanos ennegrecidos, sobre los cuerpos de los animales achicharrados, y en toda la curva del horizonte los troncos de las palmeras ardían como cirios mortuorios.
  • Michelle Machas quotedlast year
    Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación.

    La curiara, como un ataúd flotante, siguió agua abajo, a la hora en que la tarde alarga las sombras. Desde el dorso de la corriente columbrábanse las márgenes paralelas, de sombría vegetación y plagas hostiles. Aquel río, sin ondulaciones y sin espumas, era mudo, tétricamente mudo como el presagio, y daba la impresión de un camino oscuro que se moviera hacia el vórtice de la nada.
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