Es preciso recordar, para que se entienda esta paradoja, que a pesar de los diversos bloqueos políticos y comerciales a que fue sometida –y cuyas consecuencias para la música del Caribe muy bien valora el autor de este libro– la Cuba de los sesenta estuvo en el centro de la actividad cultural latinoamericana y vivió el entusiasmo del boom de la nueva novela latinoamericana, leyendo, todavía calientes, las novelas de García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, mientras se disfrutaba de los nuevos aires del teatro (incluida la moda del teatro de creación colectiva), y se realizaban esplendorosas exposiciones con lo mejor de la plástica latinoamericana de entonces, mientras figuras artísticas de primer orden pasaban por La Habana y daban fe de su entusiasmo por el joven proceso revolucionario. Pero en la Cuba de los setenta ese proceso sufrió un giro brusco y radical. Férreamente politizada en la esfera cultural y social, la difusión de la actividad artística del continente y del mundo se vio tamizada durante esos años por intereses políticos más evidentes y exigentes, y sucedió que precisamente en la tierra que había dado origen al son, al danzón, a la rumba, al mambo y al chachachá, donde habían nacido tantos músicos que ni siquiera vale la pena ahora mencionarlos (¿una muestra?: Benny Moré, Arsenio Rodríguez, Ignacio Piñeiro, Miguel Matamoros, Dámaso Pérez Prado, Chano Pozo, Celia Cruz, Mario Bauzá, Orestes y Cachao López, Miguelito Valdés… y no sigo, no acabaría nunca), se llenó de sonidos de quenas y tamboritos andinos en un intento oficializante de “latinoamericanizarnos” a marchas forzadas, mientras que en los cines se programaban hasta el cansancio películas soviéticas, rumanas y polacas, y a las librerías llegaban autores búlgaros y de otras geografías del realismo socialista de cuyos nombres no consigo siquiera acordarme.