En la década de los cincuenta, Cuba seguía siendo el centro de la música caribeña; es cierto que Nueva York, a partir de los inteligentes matrimonios jazzísticos, se había apartado un poco de la primera influencia cubana, pero también es cierto que el toque último seguía proviniendo de la isla. Puerto Rico y Venezuela, con las respectivas particularidades de cada caso, serían un buen ejemplo de ello: el norte único era emular el sonido y el sabor cubanos y la meta definitiva superarlos. Cualquier otra alternativa se descartaba de antemano. Y es que Cuba, viviendo de la farra batistiana, permitía el cultivo de las más diversas manifestaciones y estilos. La influencia de las charangas de la década anterior –Melodía del 40, La Ideal, Belisario López y, fundamentalmente, Antonio Arcaño y sus Maravillas– se prolongaba ahora en la euforia que había desatado Enrique Jorrín, violinista y director de la Orquesta América, con su nuevo ritmo del chachachá, que encontraría su plenitud en José Fajardo y sus Estrellas y, sobre todo, en la extraordinaria e importantísima Orquesta Aragón de Cienfuegos. Asimismo, la rumba blanda y débil, “hecha para los blanquitos”, seguía teniendo sus representantes en los Havana Cuban Boys de Armando Oréfiche y en la menos sofisticada, pero más efectiva, Casino de la Playa, que ganaba mucha de su virtud en la extraordinaria voz de Miguelito Valdez. Por otra parte, los estilos jazzísticos, ya perfectamente cubanizados (sobre todo porque asumían como primera influencia al Pérez Prado que logró la gloria en el México de los cuarenta y no al Machito que en los mismos años tocaba para los judíos de Nueva York), se oían en orquestas como las de Armando Romeu y Bebo Valdés, este último creador del ritmo batanga que después se le atribuiría a Benny Moré. El bolero, mientras tanto, adquiría niveles de considerable importancia en ese nuevo estilo que se conoció como feeling, cultivado con profusión por compositores como César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Luis Yánez, el dúo de Piloto y Vera, en fin. Y el son, el molde fundamental que dos décadas más tarde alimentaría lo mejor de la salsa caribeña, lograba la difusión necesaria en orquestas como la Sonora Matancera –en pleno reinado de la siempre impresionante Celia Cruz–, la de Chapotín –que con la voz del gran Miguelito Cuní se encargaba de prolon