Observaba desde el banco las ardillas que correteaban por todas partes en aquel parque gigantesco, que desde allí parecía infinito, trepando a los árboles y bajando de los árboles, y que parecían no tener más que una sola pasión: se apoderaban de los pañuelos de papel que había en el suelo por todas partes, arrojados por los pacientes de pulmón, y se los llevaban a toda velocidad a los árboles. Corrían por todas partes con aquellos pañuelos de papel en la boca, desde todas y hacia todas las direcciones, hasta que en el crepúsculo no se podía ver ya más que los puntos blancos de los pañuelos de papel que llevaban en la boca, correteando de un lado a otro. Estaba allí sentado y disfrutaba del espectáculo, con el que, como es natural, relacionaba los pensamientos surgidos espontáneamente de esa observación. Era junio y las ventanas del pabellón estaban abiertas y, con un ritmo realmente proyectado de modo genialmente contrapuntístico y, en definitiva, orquestado también, los pacientes tosían por esas ventanas hacia el atardecer que comenzaba.