Higinia Garay

Estaba pálida. Y, aunque no la toqué, supe que estaba fría. No sé cómo, pero sentí su frío a dos metros de distancia.

Entonces creo que comprendió. Que entendió que yo era la viuda del hombre cuyo corazón llevaba ahora ella.

Necesitaba saber si el corazón de X, que seguía latiendo después de muerto, continuaba amándome. Pues esa sería, en cierta medida, la señal cierta de la inmortalidad de nuestro amor

No sé qué sería peor: que X muriera o que me dejara.

No sé qué sería peor: que X muriera o que me dejara.

Sé que la vida de X debería estar por encima de todo lo demás, pero sé también que no podría soportar el dolor que me provocaría que él me dejara; un dolor semejante al que me produciría su muerte. O tal vez más intenso.

Sí, siento celos por X. Hasta de la muerte.

No ha habido ninguna explicación, ni justificación, ni petición de perdón. Para qué, habrá pensado él. Por qué, he pensado yo en busca de una aclaración, un motivo, una causa, una excusa. Mi mal aliento, mi charla desenfrenada, mi cuerpo: puede ser la suma infinitesimal de mil pequeñas razones. O quizás solo una: que nunca me ha querido.

Mi vida es una larga sucesión de llantos, mocos, insomnios, sábanas sucias, ropa usada, botellas de vino vacías, una cadena de dolor y cenizas desde que me dejó X.

La mujeres que ha amado X son inteligentes, en la acepción más común de la palabra inteligente.