Noches pasadas en una fiesta de fuegos artificiales, imponente y grandiosa como una fiesta de circo romano, en Coney Island, a una figura representando un elefante vivo, con trompa, piernas y cola en movimiento, lo cual arrancaba exclamaciones de supremo goce al gentío inmenso, sucedió un hermosísimo cuadro coronado por los genios de la fama, en que brillaban de un lado, en colosales líneas de luz, el retrato del caudillo moribundo y del otro el de la noble reina de Inglaterra que hora tras hora envía mensajes ferventísimos a la santa señora que sonríe y vela a la cabecera del enfermo