Laura Lee Guhrke

Conor llegó a la conclusión de que odiaba a Dios casi tanto como a los ingleses, y fue el odio lo único que le permitió cumplir con su promesa.

Conor tuvo la terrible sensación de que había tirado por la borda su única oportunidad de tocar el cielo con las manos.

—Olivia, ya le he dicho —dijo él mirándola— que soy un hombre herido.

Era demasiado tarde para nada más. Simplemente era demasiado tarde.

Ella le regaló una de aquellas impresionantes sonrisas que siempre lo pillaban desprevenido.

La decente, remilgada y estirada Olivia.

Años de voluntad y disciplina, años de rígido control y emociones fuertemente contenidas, todo casi hecho trizas por un beso.

Toda una vida luchando para mantener sus pasiones a raya, una vida entera reprimiendo el odio y el amor y el miedo que rabiaban dentro de él, una vida entera tragándose el orgullo y bajando los ojos pretendiendo indiferencia.

Unos pocos encuentros más con Olivia en camisón y estaba seguro de que, en efecto, moriría.

Hacía mucho tiempo que nadie necesitaba a Conor Branigan, que nadie buscaba su consuelo.