Apostando a lo grande, los promotores de aquel proyecto prefirieron no imaginar América como un Edén de oportunidades, sino como un gigantesco montón de escombros susceptible de ser transformado en un solar productivo. Se procedería a descargar en el Nuevo Mundo el sobrante de Inglaterra, es decir, sus gentes fungibles (su morralla humana). Su fuerza de trabajo produciría sus frutos en un remoto terreno baldío. Por duro que parezca, la población pobre condenada a la apatía, la hez de la sociedad, sería sencillamente enviada allá a fin de esparcir el estiércol y perecer en un yermo lodazal. Antes de adornarse del quimérico marbete de «ciudad encaramada en la cima de un monte»,[11] América era a los ojos de los aventureros del siglo XVI un páramo pestilente y cubierto de maleza, un «sumidero» únicamente apto para plebeyos mal criados.