Se me reveló una vez más con intensidad casi física que ante la permanente irradiación de la obra de arte, ante su rotundez y su totalidad, todo lo demás resultaba accesorio, tangencial, epidérmico. La obra de arte expresa, y lo hace de una vez para siempre, la mejor energía que es capaz de producir el ser humano. Cualquier episodio político palidece o se diluye ante el esplendor de una obra de Palladio, de Giorgione, de Orozco o de Matisse, del mismo modo que ante la obra literaria se descubre todo lo que de ramplón e intrascendente contiene el lenguaje de la política práctica, el de los negocios, el de las ceremonias mundanas, ese idioma que Galdós definió como «la escuela diaria y constante de la vulgaridad»