Herbert Clyde Lewis

El mundo entero estaba tan silencioso que Standish fue presa del desconcierto. El solitario barco abriéndose camino por el ancho mar, la miríada de estrellas desvaneciéndose en el amplio cielo… eran cosas primordiales que lo relajaban y al mismo tiempo lo perturbaban. Era como si estuviera comprendiendo por primera vez que todos los enojosos problemas de su vida carecían de sentido e importancia. Con todo, se avergonzaba de haberlos tenido en el mismo mundo que podía crear un panorama como aquél.

Sin embargo, al igual que muchas otras cosas, aquél era un placer del que un hombre adulto se cansaba si lo disfrutaba durante demasiado tiempo

El mundo estaba lleno de dignidad. Y dignidad era lo que un hombre necesitaba para vivir en paz.

Sus pensamientos durante aquellos segundos curiosamente tenían más que ver con la vergüenza que con el miedo. Los hombres de la clase de Henry Preston Standish no iban por ahí cayendo en mitad del océano desde un barco; eso, simplemente, no lo hacían. Era algo absurdo, pueril y grosero, y, si hubiera habido alguien a quien pedirle perdón, Standish se lo habría pedido.

Caerse de un barco era mucho peor que tirarle la bandeja a un camarero o pisarle la cola del vestido a una señora.

A partir del castillo de popa, desde donde aquellos ojos de buey lo miraban de manera solemne e inquietante, la trasera del barco se curvaba hacia dentro y bajaba hasta la pala del timón, proclamando con todo derecho, mediante las huidizas líneas, que aquéllas eran partes privadas, de las que un caballero decente debía apartar la vista.

Luchó con furia contra sí mismo para recuperar la compostura, y eso, tal vez, fue su perdición, ya que, después de un tremendo esfuerzo, consiguió volver a ser una persona racional

Standish, claro está, no era consciente de esas circunstancias. A medida que el Arabella se alejaba, le ocurrió algo que tendría que haberle ocurrido unos minutos antes. Tomó conciencia de su destino, perdió la sensatez y recuperó su verdadera voz.

Una cosa era nadar en la espumosa estela y otra mecerse suavemente en el mar sereno. Lo primero era efímero, parte de la vida que Standish conocía, algo creado por algo que a su vez había creado el hombre. Lo otro era eterno e incomprensible. En la estela el problema parecía algo temporal. ¡Pero en el mar!

De buenas a primeras, Henry Preston Standish comprendió su verdadera soledad. Era un insignificante bulto de vida en un mundo inmenso. El sol era muy poderoso, y él, muy débil.