Sus pensamientos durante aquellos segundos curiosamente tenían más que ver con la vergüenza que con el miedo. Los hombres de la clase de Henry Preston Standish no iban por ahí cayendo en mitad del océano desde un barco; eso, simplemente, no lo hacían. Era algo absurdo, pueril y grosero, y, si hubiera habido alguien a quien pedirle perdón, Standish se lo habría pedido.