Escombros
Los ensayos son escombros. No hay buenos ensayos. Tampoco los hay malos. Solo hay escombros.
La marca distintiva del ensayo, si la tiene, no descansa en su valor de verdad, en su potencial para provocar controversia, menos aún en su originalidad, en su supuesta habilidad para descubrir respuestas, en su más acreditada capacidad para formular preguntas o en el hecho, zarrapastroso y ridículo donde los haya cuando del ensayo se trata, de tener propósitos edificantes.
No hay ensayo que no se derrumbe por la puntería de sus críticos o por el paso inmisericorde del tiempo. Si resiste, no es un ensayo, es otra cosa. El ensayo es implausible, inestable y debe venirse abajo como un edificio sometido por un terremoto o por los golpes de la bola de demolición que, como antídoto contra el veneno de la aluminosis, termina derribando el edificio entero.
Lo que hace que un ensayo lo sea es que tras el estruendo y el polvo flotante provocados por su desplome se adivinen unas bellas ruinas. Solo a partir del cascajo brillante y la chatarra reluciente se puede alzar otro ensayo cuyo feliz e ineludible destino sea otro derrumbe. Y es que solo es posible reconstruir a partir de lo bello, no de lo verdadero.
Así que si este ensayo les persuade –¡santo cielo!–, o les parece certero –¡cielo santo!–, es que no es un ensayo, sino una encíclica, un paper académico, el prospecto de un medicamento betabloqueante, una entrada de enciclopedia o cualquier otra cosa escrita para decir verdadero-esto-y-falso-lo-otro. Pero si en cambio les parece un interesante sinsentido, o si les repugna y les provoca ñáñaras al mismo tiempo que en algún momento fugaz les deja pensando, es porque alguien puede ya empezar a escribir otro ensayo a partir de los restos que este deje.