Hace muchos, muchos años, en la antigua China, el emperador Shih Huang Ti acometió dos empresas tan monumentales como censurables: primero, ordenó amurallar las fronteras de su extenso imperio para evitar el contacto de su gente con otras sociedades del mundo y, segundo, mandó recolectar y quemar todos los libros escritos por sus más grandes sabios, literatos y científicos. ¿La explicación? Su megalomanía y un deseo irrefrenable por controlar las mentes y el destino de sus súbditos, a quienes quiso hacer creer que antes de él no existió nada importante que recordar y a quienes intentó imponer su personal visión del mundo y de las cosas.
La historia anterior forma parte de “La muralla y los libros”, un breve y celebrado ensayo de Jorge Luis Borges (1952).