La noticia de que por fin se había declarado la guerra llenó de alegría a Sigmund Freud, que a la sazón tenía cincuenta y ocho años: «Por primera vez en treinta años, siento que soy un austriaco, y tengo ganas de darle otra oportunidad a este Imperio no demasiado prometedor. Toda mi libido está dedicada a Austria-Hungría».