Los romanos, por ejemplo, no tenían un nombre para el color naranja, pese a que era el color esencial en las bodas, el del velo de las novias y el de sus zapatillas. Podían hablar del color del fuego o del azafrán, o de un rojo amarillento o un amarillo rojizo, pero jamás crearon una palabra concreta. Tampoco tenían un nombre para el concepto de «consentimiento» como lo tenemos hoy y, en realidad, a diferencia del naranja, era la propia idea la que se les escapaba. Sin embargo, tenían un amplio vocabulario para definir a las prostitutas o para hablar del sexo.