Yo miraba a ambos, a ese marido y a esa mujer sentados frente a mí, con sus rostros complacientes, adecuados a la amable tolerancia con que encubrían sus problemas. Y la trivialidad de su aspecto me resultaba insoportable. Nos han enseñado a dar un rostro al horror, pero los símbolos convencionales pueden ser mucho menos desagradables, para nuestra sorpresa y nuestro desconcierto, que el abismo de la mentira que se puede adivinar, que la falacia de la maldad disimulada tras de los gestos y los rasgos comunes. Una cara a lo Boris Karloff habría sido mucho más tranquilizadora en aquel momento que la de Jorge Arcos, sonrosada y bien afeitada, con su nariz corta entre los ojos risueños, la frente angosta bajo los cabellos grises, la boca de labios sensuales sobre la barbilla redondeada, amenazada por la deformación de una papada en los años de la vejez, o que el rostro de Carola, redondo como el de una niñita, en cuyos oscuros ojos, no muy grandes ni muy expresivos, brillaba, lo descubría por fin, la contenida ansiedad.