y que aquellas chicas hechas para el amor, para la vida, habían ido a morir, ni siquiera se sabía cómo, en aquel piso, en aquella ciudad, en aquel siglo en que él, Camille Verhoeven, policía de lo más ordinario, gnomo de la policía judicial, pequeño trol pretencioso y enamorado, en que él, Camille, acariciaba el vientre sublime de una mujer que era siempre la novedad absoluta, el auténtico milagro del mundo.