Después de que hube comido, cuando las suaves oscilaciones de los violines llenaban el espacio en torno a mí como si fueran algodón, me asaltó una secuencia de pensamientos que cada vez con mayor frecuencia me importunaba. Y aunque la venía venir y sabía el malestar que me provocaba, no la rechazaba. De alguna manera lo que deseaba en el fondo era estar allí sentado totalmente solo y sentir pena de mí mismo.
Siempre empezaba del mismo modo: ¿por qué nadie me había contado lo que sucede con el cuerpo cuando uno se hace viejo?
¿Por qué no me hablaron de los miembros doloridos, la piel sobrante y la invisibilidad? Envejecer, pensé mientras me inundaba la amargura, consiste sobre todo en comprobar cómo la diferencia entre el yo de uno y su cuerpo va aumentando progresivamente hasta que un día uno se vuelve un completo extraño para sí mismo. ¿Qué había en ello de hermoso o natural?
Y justo cuando el disco llegó a su fin y el silencio me abandonó a la soledad del cuarto de estar, vino el golpe mortal: no había salida. Tenía que vivir en aquella traidora cárcel gris hasta el día en que acabase conmigo.