Si el siglo XVIII ensalzaba la razón, el XIX, con la llegada del Romanticismo, exaltó la presencia de fantasmas. El pensamiento de la Reforma deseaba expulsar toda idea de superstición. Escribe Francisco Zarco en una crónica fundamental, titulada “México de noche”, publicada en 1851:
Ya no hay ladrones astutos como Garatusa, ni ensebados ni endiablados como en los tiempos de Revillagigedo, ni todas aquellas aventuras extrañas de la época del buen conde, ni velorios en que se baile delante del muerto, ni espantos, ni apariciones en las casas de vecindad, ni padres que dicen misa a medianoche, ni ahorcados que vagan por la ciudad. Ya aun la tradición se pierde en el vulgo mismo de la Llorona, del coche de la lumbre y de otras mil curiosidades que se prestan al romance y a la leyenda.2