León Ostrov

He preguntado a mi sangre si mi vida tiene posibilidades. Y se me ha dicho que sí. Y la palabra libertad tiene sentido. Esto es lo que sentí entre las rocas, junto al mar. He meditado en mi manía de negar la vida, en ese pesimismo mezquino del que quiero salir. No hay duda: lo difícil es aceptar la vida. De allí mis aullidos, mis horribles defensas para execrarla. Pero es solo por comodidad.

Simplemente, no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna… No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en las cosas concretas; no me interesan… Yo no sé hablar como todos. Mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿qué haré cuando me sumerja en mis mundos fantásticos y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un «saber volver». Ni lo querré acaso

¿No puede hacer algo para que el viento se tranquilice? ¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? ¿Y al mar que no ruja? ¿Y a la noche que no construya complots contra mi miedo?

Todavía me contemplo, asombrada de estar viva. Hubiera querido esperar varios días y después escribirle una hermosa y —dentro de lo posible— poética carta.

Pero ¿quién hablará del amor? No yo. Yo amo.

Sólo me reconozco en mi nostalgia.

Hasta que renació el humor y me reí de mí como corresponde.

Este esfuerzo de hacer mi pequeña vida, de realizarlo de la misma manera en que hacen los otros implica una suerte de renunciamiento a algo fabuloso.

Si sabiendo lo que sé no escribo poemas hermosos… En fin, conflictos de alguien sin vida personal.

«Hace tanto que te esperaba». Y yo ya no tendré que buscar más.