Habrían debido ser para nosotros, jóvenes de dieciocho años, los mediadores, los guías, que nos condujeran al mundo de la madurez, al mundo del trabajo, del deber, de la cultura y del progreso, hacia el porvenir. A veces nos burlábamos de ellos y les jugábamos alguna trastada, pero en el fondo teníamos fe en ellos. La noción de la autoridad, que representaban, les otorgaba a nuestros ojos mucha más perspicacia y sentido común. Pero el primero de nosotros que murió echó por los suelos esta convicción. Tuvimos que darnos cuenta de que nuestra edad era mucho más leal que la suya; no tenían por encima de nosotros más ventajas que la frase huera y la habilidad. El primer bombardeo nos reveló nuestro error, y al darnos cuenta de ello, se derrumbó, con él, el concepto del mundo que nos habían enseñado.
Mientras ellos seguían escribiendo y discurseando, nosotros veíamos ambulancias y moribundos; mientras ellos proclamaban como sublime el servicio al Estado, nosotros sabíamos ya que el miedo a la muerte es mucho más intenso. Con todo, no fuimos rebeldes, ni desertores, ni cobardes —tenían siempre tan dispuestas estas palabras—; amábamos a nuestra patria tanto como ellos y al llegar el momento de un ataque, nos lanzábamos a él con coraje. Pero ahora distinguíamos. Ahora habíamos aprendido a mirar las cosas cara a cara y nos dábamos cuenta que, en su mundo, nada se sostenía. Nos sentimos solos de pronto, terriblemente solos; y solos también debíamos encontrar la salida.