Luis Maura

—¡No! —gritó mi padre. Su voz grave se clavó en la pared como una alcayata gigante, haciendo retumbar el gotelé.

Te los contaba y, luego, para más inri, te los explicaba.

Los vi alejarse por el callejón mientras protegía con una mano mis ojos de los rayos del sol, que brillaban con más fuerza que nunca.

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», pensé.

Aturdido aún por lo sucedido, me pregunté qué habría pasado si Jesús hubiese perdido los nervios y, harto, hubiese tirado al suelo la cruz que llevaba a las espaldas. ¿Qué habría pasado si, en lugar de aceptar su destino y morir por nuestros pecados, se hubiese rebelado contra los romanos? Luego me di cuenta de que mis pensamientos eran bastante blasfemos y sacudí la cabeza para sacarlos de ahí.

Estábamos en pleno invierno y quedaban ya muy pocos ceporros en el cobertizo.

Pasadas unas semanas

Discutía mucho con tu abuela. Se gritaban. Siempre andaban a la gresca.

Santa Quiteria, sin ir más lejos, había preferido que la decapitasen antes que entregarse a un hombre

Cuando pasé junto al Cristo de la Humildad me pareció más inanimado que nunca. Su rictus era amargo y no había brillo en su mirada, solo decepción. El vínculo de amor existente entre nosotros había desaparecido.

Me acababa de transformar en una estatua de sal, como la mujer que volvió la vista atrás para contemplar Sodoma por última vez.

Se besaron sin saber besar, como solo besan los jóvenes, bendecidos por un enorme sol naranja que comenzaba a desaparecer entre los campos de trigo.