Las cenas como esa acostumbraban ser especialmente turbulentas; los comensales eran una chusma fastuosamente ataviada —¡tanto satén y seda, tantas pieles fabulosas!— que gritaban y aullaban como una jauría de perros hambrientos, y se lanzaban huesos roídos y cortezas de pan unos a otros. No era raro que llegasen a las manos, a veces con tanta violencia que había que llamar a la guardia imperial para restaurar un mínimo de orden.