Vi que el hielo trepaba más y más, cubriendo sus rodillas y muslos; vi su boca abierta, un agujero negro en un rostro blanco, y escuché su grito, suave y agónico. No me dio ninguna pena. Más bien al contrario, sentí un placer indescriptible al verla sufrir. Rechacé mi propia brutalidad, pero ahí estaba. Tenía mis razones, aunque no eran atenuantes