El XVIII es el siglo de la crítica. Se critica desde la sátira y la burla, desde la reflexión seria y meditada, desde imaginarios libros de viajes que enfrentan las miserias de lo europeo con las bondades de una sociedad utópica. Se critican los valores y las normas, los usos y las costumbres, los fundamentos mismos de la sociedad. Se critica el cristianismo, que encarna por sí solo casi todo cuanto desprecian los filósofos al uso: la primacía de la fe sobre la razón, la concepción de la vida terrena como un medio, la maldad radical del ser humano, la autoridad como argumento que se basta a sí mismo, la revelación como fuente del conocimiento de Dios. Y frente a él, esencia primera de lo viejo, de lo caduco, de lo erróneo, se plantan los cimientos de un mundo nuevo en el que la Razón, erigida en diosa, habría de reinar por derecho propio, inspirando cada dimensión de la vida colectiva de los seres humanos, iluminando su existencia con una intensidad mucho mayor de lo que lo había hecho la fe. Ha nacido la Ilustración.