Por todo ello, poco a poco, el sencillo mensaje de Cristo se fue extendiendo hasta los más lejanos confines del mundo romano. Al principio por los polvorientos caminos de Palestina; más tarde hacia Siria, Asia Menor, e incluso Egipto; en Occidente por último; antes en la costa, en los bulliciosos puertos, más abiertos siempre a las nuevas ideas, después en el interior, en los lugares más apartados de las grandes rutas comerciales del Imperio; primero en las ciudades, complejas y dinámicas, luego en el campo, tradicional y cerrado –no es casual que paganus, ‘habitante del campo’, termine por significar lo opuesto a cristianus–; al comienzo entre los humildes, a quienes más urgía la esperanza y el consuelo, más tarde también entre los más acomodados, los artesanos, los comerciantes, los funcionarios; primero a pesar de la marginación, la amenaza y la persecución, luego gracias a la tolerancia de Constantino; por último, impulsado por el privilegio de Teodosio, que lo convierte, en el 398, en la religión oficial del Imperio.