En sus pulmones, una punzada aguda llegó con su última revelación: no iba a morirse nunca, porque para morirse tenía que recordar el nombre de él, porque el nombre de él era también el nombre de su hijo, el nombre que estaba en la caja, a metros de ella. Pero el abismo se había abierto, y las palabras y las cosas se alejaban ahora a toda velocidad, con la luz, muy lejos ya de su cuerpo.