El cielo de Hiroshima se iluminó súbitamente. Eso hacia sospechar que pronto podrían divisar las llamas. «Si la ciudad entera queda reducida a cenizas, ¿qué será de mí?», se preguntó. Su destino lo atemorizaba pero, a la vez, no podía dejar de sentir interés por toda aquella gente que lo rodeaba. Le vino a la cabeza la imagen de los refugiados en el comienzo de la obra de Goethe Hermann y Dorotea. Pero su propia visión de la realidad era mucho más terrible aún. Cesaron las alarmas y la gente se dispersó a lo largo de la ribera. Shōzō volvió sobre sus pasos. El camino estaba más concurrido incluso que a la ida. Abriéndose paso a gritos empezaron a llegar porteadores con sus parihuelas, en fila india: eran los enfermeros transportando a sus pacientes.