Natalia Zarco

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    «Veintiún años y cinco meses menos tres días», había concretado en la entrevista de 1967 para el documental de TV Sette «La viuda de la lupara»
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    consiguió evitar las palabras que jamás habría querido decir. ¿No has tenido bastante con lo de tu marido y tu hijo? Tú has hecho que los maten. Asesina. Y no lo digo solo yo que eres una asesina. Va, va, tira tú también para el camposanto que allí nos encontraremos.
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    la boca se abre solo para que salga lo justo y necesario, de lo contrario le entran moscas.
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    ¿No es cierto, señor Rocco?, preguntó, mirando al huésped a punto de salir como si quisiera volver a sus asuntos. A usted se lo pido: tal como se está llevando a mi marido, me lo devuelve. Solo lo conozco a usted y a usted esperaré, aquí, en la tienda, hasta medianoche, después quiero acostarme sin preocupaciones. Y escupió al suelo.
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    «La señora Fina está al corriente de todo».
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    Porque la muerte es la muerte, suspende la guerra y activa la legislación especial del tiempo de luto.
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    El mafioso va a misa, lleva la imagen de los santos, brinda en las bodas, da limosna al desocupado y presta el arado a su vecino. Es una cuestión de integración social: la mafia no existiría sin esa integración.
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    Doña Fina no era mujer de desaparecer en la tristeza del recuerdo y el dolor, y tampoco en la limpieza de la sacristía, y mucho menos de volver a casarse; no por el temor a nuevas habladurías, sino porque hubiera sido su tercer matrimonio y, como explicaba a sus hermanas, ya no habría podido acostumbrarse al olor de otros pedos. Tenía otras cosas que hacer como para permitirse la inmovilidad de la viudez o el frenesí de otro matrimonio.
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    Stefanù, Stefanuzzu, te he visto crecer y ahora en la caja te veo.
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    Hace falta rabia para imaginarse uno saliendo de casa con una pistola, sabiendo que la llevas para usarla, apuntar, bum, disparar. Hace falta una cólera inmensa para pensar en matar a un padre y un hijo sentados en un bar. Es necesaria una enorme furia, aunque se vaya con dos compinches que se reparten la culpa y atenúan el pecado.
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