Alaitz Leceaga

Has traído la vida de vuelta a esta casa y a esta tierra. Hoy hemos recogido la cosecha de unas plantas que han dormido durante casi treinta años, en un suelo ácido donde no crecía nada más que polvo y después de una sequía eterna. Con la ayuda de las mujeres y con medio pueblo en nuestra contra. Comparado con eso, decirle a ese hombre lo que sientes por él debería ser fácil.

Sé que no debería haber venido aquí… —murmuré, ahora mucho más cerca de él—. Pero dijiste que no te gustaba entrar en la casa principal para no ver las cosas hermosas que hay allí y que no puedes tener. Ahora no estamos en la casa.

—Tienes razón, pero ahora no estamos en la casa —susurró, muy cerca de mis labios

Le besé; con la misma desesperación que la tierra agrietada busca la lluvia. Sentí como él me atraía contra su cuerpo, más cerca aún. Me puse de puntillas hasta que un momento después mis dedos dejaron de tocar el suelo, y ya solo existía el olor a salitre en el aire que lo llenaba todo, y el calor que salía del centro de mi cuerpo en oleadas. Una corriente invisible quemándolo todo debajo de mi piel.

Hay guerras grandes y pequeñas, Gloria. Algunas suceden en desiertos lejanos y contra personas de nombres extraños. Pero hay otras guerras, guerras secretas pero sanguinarias, que se libran en pueblos como San Dionisio. En cada casa. Y esas guerras nunca terminan del todo, porque siguen naciendo nuevos soldados en cada una de las familias. Con cada generación, la guerra se alarga otros veinte años.

—Hay demonios que no nos abandonan jamás —dijo Verónica—. Y tu demonio particular pronto se aparecerá en el cruce de caminos para reclamarte algo que amas.

No contrates a otro guardés, volveré antes de que anochezca.

Miguel pasó a mi lado y, solo cuando vio que no había nadie que pudiera verle, me dio un beso en los labios

Oh, Ra‍­fael. Ten cui‍­da‍­do, no te vayas a caer a las vías justo ahora que llega el tren. Sería una lás‍­ti‍­ma —dije, to‍­da‍­vía con una son‍­ri‍­sa.

Ahora sí, sus ojos se en‍­cen‍­die‍­ron. La misma mi‍­ra‍­da de vio‍­len‍­cia la‍­ten‍­te y or‍­gu‍­llo he‍­ri‍­do que había visto en los dos hom‍­bres que se ha‍­bían acer‍­ca‍­do antes para pe‍­dir‍­me tra‍­ba‍­jo. La mi‍­ra‍­da que gri‍­ta‍­ba: «¿Cómo te atre‍­ves? Tú. Mujer»