La siesta como trinchera, como espacio de desconexión con el exterior, pero también de reconexión con eso que esos meses, más que nunca, sentimos en peligro: la vida. Una especie de afirmación de que uno sigue vivo y que, aunque el mundo se esté derrumbando, algo ahí aún se mantiene. Una protección ingenua: la creencia de que nada malo puede sucedernos mientras sigamos durmiendo la siesta.