En el corazón de la modernidad existe una contienda entre dos principios que pueden aspirar, tanto histórica como conceptualmente, a encarnar con legitimidad las ambiciones de lo moderno. Estos dos valores son la autonomía y la instrumentalidad, cuyo lugar en el proyecto de la modernidad se puede explicar, a grandes rasgos, de la siguiente manera. La modernidad propone una autofundación del mundo de lo humano, un rechazo a cualquier forma de exterioridad o heterogeneidad —ya sea “Dios”, “lo sagrado”, “el pasado” o “la tradición”—. La sociedad y los esfuerzos humanos tienen sentido como ese acto de autofundación, esa voluntad de ruptura con cualquier fuente normativa externa a lo puramente racional y mundano. Una manifestación representativa de esta promesa es la teoría moderna del sujeto —el “pienso, por lo tanto, existo” de Descartes—, que concibe la subjetividad como una entidad estrictamente racionalista, “trascendente” a cualquier determinación del ámbito material o de la historia, cuyo fin normativo es su propia autocreación, es decir, la afirmación de su autonomía con respecto a cualquier forma de determinación externa, como las circunstancias de la autoridad política o cultural —en palabras de Kant, la “salida de su minoría de edad”—. Esta autofundación de lo humano es el contenido fundamental de la autonomía.