El arrobamiento inicial provocado por la contemplación de la naturaleza –la belleza del mundo–, desde esta altura de casi dos mil metros, se transforma muy pronto, sin embargo, en un profundo sentimiento de nostalgia. Aquí se da, por tanto, en apariencia, un giro inesperado. Porque lo que Petrarca ve, mientras contempla la naturaleza, es sobre todo su propia vida, más concretamente el tiempo –diez años– que ha transcurrido desde que abandonó Italia por última vez, hasta el punto de que, según escribe, lo «invadió un inconmensurable deseo de volver a ver la patria y al amigo». Esto viene, sin duda, inesperadamente también, a dar la razón a Kafka cuando escribe que la naturaleza provoca siempre «una nostalgia infinita». Y él debía de saber muy bien –es decir, Petrarca, pero quizás también Kafka– que era una noble costumbre de los antiguos griegos recordar, delante de un bello paisaje, a los seres queridos que se encontraban lejos o que ya habían abandonado este mundo.