Todos los años se celebraba una gran cacería de lobos y el gobierno ofrecía una recompensa por cada animal abatido. Y, mientras hubiera lobos, habría lobeznos, por supuesto. En alguna de sus incursiones por el bosque, los guardas forestales encontraban a veces el lugar donde estaba establecida una manada. Por la noche, cuando los adultos salían a cazar, los guardabosques iban a por los lobeznos, los metían en un saco y los dejaban en la habitación con nosotros, los niños, que saltábamos de alegría y jugábamos con ellos, provocándolos para que aullaran con fuerza. Estaban condenados a morir. Las orejas y las garras se grapaban a un trozo de cartón y se llevaban al gobierno como prueba para cobrar la recompensa.