Abrimos todas las ventanas de nuestra casita de Kingston, Nueva Jersey, con la esperanza de que, a medida que avanzara la noche, entrara un poco más de oxígeno y descendiera el nivel de humedad. Pero lo que entró, sobre todo, fue el cricrí cada vez más intenso de los grillos, un sonido irreal que llegaba a nuestros oídos a través de todas las ventanas. ¿Recordarán mis hijos aquel abrumador concierto? ¿O tendrán grabado en su lugar el peculiar canto de las cigarras que oíamos dos años después en nuestro jardín de Amherst, y que tanto les llamaba la atención?