Ya Schelling escribió: «Dios es una vida, no solo un ser. Pero toda vida tiene un destino y está sujeta al sufrimiento y el devenir […]. Sin la idea de un Dios que sufre como un ser humano […] la Historia entera resulta incomprensible» [78]. ¿Por qué? Porque el dolor de Dios entraña que forma parte de la historia, que la historia lo afecta, que no es solo un Amo trascendente que maneja los hilos desde arriba. El dolor de Dios entraña que la historia humana no es solo un teatro de sombras, sino el espacio de la lucha real, una lucha en la que participa lo Absoluto y se decide su destino. Este es el trasfondo filosófico de la profunda idea de Dietrich Bonhoeffer según la cual, después de la Shoah, «solo un Dios sufriente puede ayudarnos» [79], atinado suplemento del «Ya solo un Dios puede salvarnos» de Heidegger en su última entrevista [80]. Por tanto, hay que entender de forma literal la afirmación de que «el sufrimiento indescriptible de los seis millones de muertos es también la voz del sufrimiento de Dios» [81]: el exceso de este sufrimiento comparado con toda medida humana lo hace divino. Recientemente, Jürgen Habermas expresó de forma sucinta esa paradoja: «El efecto de los lenguajes seculares que simplemente eliminan lo que una vez quiso decirse es la irritación. Cuando el pecado se convirtió en culpa y la falta a los mandamientos divinos se transformó en contravención de leyes humanas, algo se perdió» [82].